Más que amigas. Después de 14 años y una promesa incumplida se reinventó en un rol impensado: “El trabajo me soltó a mí”

Pidieron su cargo. El reciente cambio de autoridades y la nueva gestión argumentó que el lugar experimentaría modificaciones en la estructura interna de la entidad. Le aseguraron que no tenía de qué preocuparse. La acomodarían en otro organismo de cultura y podría entonces retomar sus tareas. Pero esa promesa nunca sucedió y la llegada de la pandemia le confirmó que, después de catorce años al frente de la Dirección de Producción del Teatro Nacional Cervantes, ese ciclo había llegado a su fin.

Criada en el barrio porteño de Villa Devoto, a Silvina Rodríguez le habían inculcado el consumo de bienes culturales desde temprana edad. “Mis padres eran grandes espectadores tanto de cine como de teatro. Ellos fallecieron en mi adolescencia, con poco tiempo de diferencia. Cuando murió mi mamá, me mandaron a clases de teatro. Imagino que era una forma de ofrecerme un canal para procesar la pérdida”, recuerda.

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Silvina y Gabriela se conocieron en 2001 en un taller de teatro.

“Fue un golpe duro”

Por más de veinte años había tenido varios empleos en forma simultánea. Mientras pagaba sus estudios, un puesto en una empresa de análisis clínicos le había permitido solventar los gastos. El teatro había sido su pasión desde pequeña y todos sus esfuerzos y proyectos estaban vinculados a esa disciplina. En ese rubro trabajó como asistente en clases de escuelas de teatro. Y también logró la formación práctica que buscaba. Hasta que descubrió que su interés estaba más en lo que sucedía detrás de escena. Fue en ese momento que pudo hacerse lugar tanto en el teatro comercial como en el independiente como asistente de dirección. Años más tarde llegaría el broche de oro cuando logró entrar al Teatro Nacional Cervantes. En ese prestigioso espacio había llegado a ejercer la función de directora de producción.

Pero cuando la pandemia puso en jaque sus planes, supo que no podía quedarse de brazos cruzados. “Después de muchos llamados, conversaciones e intercambios con las autoridades del lugar donde había trabajado durante gran parte de mi vida, me quedó en claro que ya no era posible que me reubicaran. Fue un duro golpe”. Pero no era la única que sufría el impacto de la pausa mundial que había paralizado al mundo entero.

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“Yo era asistente y ella empezó a tomar clases”

Se refugió en las palabras y la compañía de su amiga. Casualmente -o no- se habían conocido y estrechado lazo durante la crisis de 2001 cuando habían sorteado diferentes obstáculos en sus profesiones. “Nos conocimos en un taller de teatro en 2001. Yo, era la asistente y Gabriela empezó a tomar clases. Después coincidimos en un proyecto teatral. Eso nos hizo muy cercanas y el vínculo nunca se cortó”.

Además de valores e intereses, compartían una crianza y estilo de vida que las acercaba aún más. “En mi casa se disfrutaba mucho de la música, del cine y los libros. Mi padre había tenido su grupo de folclore y mi mamá era profesora de piano. Pero, en el caso de la actuación, era algo que solo se disfrutaba como espectadores”, asegura Gabriela Blanco. A los 17 años había comenzado su formación: técnicas de antropología teatral, clown, teatro clásico, danza, canto, actuación a cámara y guion audiovisual y las carreras de sociología y artes combinadas. Pero los ensayos y las clases le interesaban más que cualquier otro tipo de estudio.

“La propuesta nos desafiaba”

Y fue en un paseo de fin de semana, cuando se habilitaron algunas salidas en el contexto de encierro, que las amigas pensaron en una salida a la inercia de la pandemia para llevar adelante juntas. Dieron forma a una serie de clases por zoom para una escuela de teatro. “Fue una época muy difícil para todos. Esta propuesta nos desafiaba a poner la energía en un proyecto. Nos juntábamos con barbijos y buscábamos barrios cerrados o countries para hacerles llegar nuestra idea. Escribir el proyecto. Salir en el auto a presentarnos. Tener entrevistas. Todo nos sacaba de la inercia pandémica”.

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El año anterior, Silvina había pasado las fiestas en una casa de un country de la zona de Canning. Al hablar con gente del lugar y de los alrededores, había advertido que los que no hacían deporte, no encontraba otra actividad para hacer. Si carecía de movilidad propia, la situación era todavía más compleja. “En pandemia, con la virtualidad laboral, mucha gente se fue a vivir a barrios cerrados buscando verde. Lo mismo hicieron los que se habían jubilado y quería dejar atrás la ciudad. Para esas personas no había propuestas que no fueran deportivas. Y desde ese lugar partimos”.

Arrancaron en el country golf El Sosiego. “Vinieron dos personas ese día. Ni una más ni una menos. Pero decidimos que no nos íbamos a amargar. Y confiamos en que era cuestión de tiempo que el proyecto remontara vuelo. Clase a clase, los alumnos fueron invitando a otros y hoy el grupo tiene veinte personas. Encontraron en la clase una actividad renovadora, pero también un lugar de pertenencia”, explica Gabriela.

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Al poco tiempo pudieron abrir un segundo grupo. Esta vez fue en el country club Venado. Siguieron las clases para adultos en Mi Refugio y luego la oportunidad de trabajar con niños y adolescentes en Terravista de la localidad de Moreno. Tienen además un espacio como actividad especial de las colonias de verano para niños. También dan clases por fuera de los countries en una escuela de danza en Canning. “En mi caso, lo más importante fue reinventarme. En este emprendimiento, todas mis ideas están puestas al servicio de mi proyecto personal. En mis trabajos anteriores trataba de que se cumplieran los objetivos de otra persona y no los míos”, concluye Silvina.

Ahora toda su energía está puesta en una nueva propuesta de comedia musical para niños y adolescentes, que tendrá las tres actividades: danza, canto y teatro. Como extra, ofrecen visitas al teatro y posterior debate y noches improvisadas en el house para acompañar la cena.

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