Carlos III. Una piedra con poderes sobrenaturales y un robo insólito: la historia de la tradición más curiosa en la coronación
Su Majestad Carlos III va a estar sentado sobre una roca en el clímax de su coronación, cuando reciba la corona de San Eduardo. No se trata de una piedra preciosa: técnicamente, son 152 kilos de una arenisca compactada, posiblemente del tipo Old Red Sandstone, que abunda en el norte de Gran Bretaña. Su valor de mercado, sin su peso histórico, no superaría el par de libras. Sin embargo, es uno de los más grandes tesoros de “la tierra de los Clanes” y se conserva en el Castillo de Edimburgo, bajo custodia militar, junto a las Joyas de la Corona de Escocia (la Corona, propiamente dicha, el Cetro y la Espada del Estado).
La Piedra Scone -tal es su nombre más conocido- forma parte de una de las más curiosas tradiciones que se repiten en las coronaciones británicas desde la conquista normanda, en el siglo XI. Según la leyenda, tiene origen bíblico: sirvió como almohada del profeta Jacob. Con su cabeza sobre esta roca, tuvo un sueño revelador en Betel. Está escrito en el Antiguo Testamento, en el Génesis, 28:10-15: “Jacob partió de Berseba y se encaminó hacia Jarán. Cuando llegó a cierto lugar, se detuvo para pasar la noche, porque ya estaba anocheciendo. Tomó una piedra, la usó como almohada, y se acostó a dormir en ese lugar. Allí soñó que había una escalinata apoyada en la tierra, y cuyo extremo superior llegaba hasta el cielo. Por ella subían y bajaban los ángeles de Dios. En el sueño, el Señor estaba de pie junto a él y le decía: ‘Yo soy el Señor, el Dios de tu abuelo Abraham y de tu padre Isaac. A ti y a tu descendencia les daré la tierra sobre la que estás acostado. Tu descendencia será tan numerosa como el polvo de la tierra. Te extenderás de norte a sur, y de oriente a occidente, y todas las familias de la tierra serán bendecidas por medio de tí y de tu descendencia. Yo estoy contigo. Te protegeré por dondequiera que vayas, y te traeré de vuelta a esta tierra. No te abandonaré hasta cumplir con todo lo que te he prometido’”.
La historia de la Piedra de Coronación sólo puede reconstruirse a partir de una sucesión de leyendas. ¿Cómo llegó la Piedra a Escocia desde la Península del Sinaí? Según la tradición, la roca fue robada a Moisés, heredero de Jacob, quien la dejó a orillas del Mar Rojo durante la guerra con Egipto. Habría sido tomada por Scota, la hija de un faraón egipcio. Ella y su marido, Goidel Glas, habrían trasladaron la piedra a Escocia cuando tuvieron que ser exiliados de Egipto. Aunque no hay consenso sobre el motivo de su huida, algunos historiadores aseguran que lo hicieron por el creciente poder del profeta de los judíos mientras que otros acusan a las plagas que azotaron a la región. En lo que todos coinciden es que la pareja llevó consigo “la piedra de Jacob” porque tenía fama de dar suerte y protección a quien la poseía.
Sin embargo, la ciencia contradice esta teoría. Los geólogos no tienen duda: la piedra es originaria del Reino Unido, nada tiene que ver con Oriente Medio.
Una certeza entre tanta mitología: todos los reyes escoceses fueron coronados sobre esta piedra, al menos desde Kenneth I de Escocia, en el año 847, hasta John Balliol, en 1296. Ellos la rebautizaron como “la piedra del Destino”.
Botín de guerra
En 1296, durante la conquista de Escocia, el rey Eduardo I de Inglaterra tomó la Piedra Scone (que se encontraba en la Abadía de Scone, de allí su nombre) como un botín de guerra y la trasladó a la Abadía de Westminster.
Comprendió que, si la piedra realmente tenía poderes, él debía ser el beneficiario. Para absorber su energía, mandó a colocarla, como una incrustación, debajo de su asiento.
Desde entonces, el “trono de San Eduardo” y la Piedra Scone fueron empleadas en las coronaciones de todos los soberanos ingleses. De allí su otro nombre, la Piedra de la Coronación.
Durante siete siglos, la roca permaneció secuestrada, bajo custodia, en la Abadía de Westminster. Sólo una vez cambió de lugar: durante la Segunda Guerra Mundial, cuando comenzaron los bombardeos alemanes, fue enterrada debajo de la abadía. Para resguardar su futuro, por si no quedaba nadie con vida en Inglaterra después de la guerra, la Corona envió un mapa con su localización exacta a las autoridades canadienses.
La Piedra siempre fue un objeto de anhelo de los escoceses. Luego de siete siglos, en 1996, John Major, entonces Primer Ministro de Reino Unido, decidió devolver la Piedra a Escocia, con la condición de que volviera a Londres en futuras coronaciones.
“El que roba a un ladrón…”
Aunque la Piedra oficialmente volvió a Escocia en 1996, hubo otro momento en la historia, en el que, extraoficialmente, el mítico objeto regresó a su país.
Ocurrió a mediados del siglo pasado cuando fue robada de la Abadía de Westminster. Lo paradójico es que el atraco no se cometió -como sería válido suponer- por profesionales, sino que fue ideado y perpetrado por cuatro alumnos de la universidad de Glasgow.
El autor intelectual del robo fue Ian Hamilton, un estudiante de Derecho de Glasgow que pertenecía a la Scottish Covenant Association, una organización política que había nacido en la década de los 40 y que, con reminiscencias históricas, defendía la autonomía escocesa.
Cuando estaba cursando sus últimas materias, el joven activista pensó un “plan perfecto” para poner el foco sobre sus protestas: traer de regreso a Escocia la Piedra del Destino. Aunque sabía que corría un gran riesgo, desde perder su carrera hasta la posibilidad de ir preso, no le importó.
Para pergeñar el robo, Hamilton leyó todo el material que estuvo a su alcance sobre la abadía de Westminster e, incluso, viajó a Londres para conocer la ubicación de la piedra. Luego de su minucioso trabajo, el joven llegó a la conclusión de que el atraco era posible, pero necesitaría ayuda. Por eso, se contactó con John MacCormick, un abogado fundador de la asociación nacionalista quien financió el plan con 50 libras y le recomendó a otros tres miembros de su agrupación para que lo ayudasen con la tarea: Kay Matheson, Gavin Vernon y Alan Stuart.
Hamilton decidió que el mejor momento para concretar el atraco era durante la Nochebuena, cuando la seguridad se relajaría.
En las vísperas de la Navidad, los cuatro jóvenes partieron desde Glasgow rumbo a Londres en dos automóviles Ford modelo Anglia. Tardaron 20 horas en llegar. Una vez allí, esperaron hasta la medianoche para cometer el asalto. El plan era sencillo: entrar y tomar la piedra. Nada podía salir mal.
“Cuando fuerzas con una palanqueta la puerta lateral de la abadía de Westminster, empiezas a hacerte a la idea de que ya no hay vuelta atrás”, contó años más tarde Hamilton sobre aquella noche del 24 de diciembre de 1950.
Los jóvenes localizaron la piedra y la tomaron de la parte superior, que tiene dos argollas. Usaron todas fuerzas para sacarla de la Silla de la Coronación donde estaba ubicada. Pero la piedra resultó ser tan pesada que se les resbaló de sus manos y cayó al suelo. La roca se rompió en dos pedazos. Uno más grande y otro más pequeño. Tomaron el trozo más chico y lo colocaron debajo del asiento de uno de los automóviles. Al pedazo más grande lo colocaron sobre un saco y, tirando de las mangas, lo arrastraron por el suelo.
Durante el viaje de regreso, escucharon por la radio la noticia del atraco y se asustaron. Pensaron que iban a encontrar algún control en la frontera, que iban a ser descubiertos. Decidieron deshacerse de la evidencia y dejaron el pedazo grande de la Piedra al costado del camino. Y se llevaron el trozo pequeño escondido debajo de un asiento del vehículo.
Cuando llegaron a Glasgow, MacCormick, aquel que había financiado el atraco, les pidió que regresaran a recuperar la Piedra. Al abogado le parecía una locura que la roca que había arropado el sueño de Jacob quedase a la intemperie.
Al día siguiente, cuando regresaron a buscar su tesoro, los jóvenes encontraron a un gitano sentado sobre su piedra. Había hecho un fuego junto a la roca y, con un palo, revolvía una especie de guiso.
Le contaron su historia y el gitano se conmovió tanto que los ayudó a cargar la roca en el auto. De regreso en Glasgow, un herrero unió los dos pedazos y la Piedra volvió a ser una. Mientras tanto, el Scotland Yard continuaba la búsqueda.
Los jóvenes entregaron la Piedra a la Scottish Covenant Association, que unos meses después decidió devolverla, sin revelar la identidad de los ladrones. La envolvieron en una bandera de Escocia y la llevaron a la Abadía de Arbroath, el lugar donde en 1320 se había declarado la independencia de Escocia. El 11 de abril de 1951 la piedra volvió a ser colocada en su sitio: bajo la Silla de la Coronación del rey Eduardo, en la Abadía de Westminster. Dos años después, sería utilizada para la coronación de Isabel II.
Al tiempo los investigadores descubrieron, por los libros que Hamilton consultó en la biblioteca, quienes habían realizado el robo. Sin embargo, no fueron juzgados. ¿Los motivos? Políticos. Por un lado se pensó que un juicio podía llegar a provocar un aumento del nacionalismo escocés y por otro, era complejo acreditar la propiedad inglesa de la Piedra que había sido tomada por el rey Eduardo, siete siglos atrás.
Piedra de la elocuencia
La leyenda de la Piedra Scone tiene su correlato en Irlanda. En 1314, por su colaboración en la batalla de Bannockburn, Roberto I de Escocia le regaló a los celtas un fragmento de su piedra más preciada.
Ese trozo fue colocado en el muro del castillo de Blarney y adoptó el nombre de “Piedra de Blarney”. Con el tiempo acuñó su propia leyenda: se dice que quien besa la “Piedra de Blarney” es bendecido con el don de la elocuencia.
La fama de esta piedra es tan grande que convirtió al castillo en una de las atracciones turísticas más visitadas en Irlanda. Artistas, actores y principalmente políticos no pudieron resistir la tentación de besarla. Incluso Winston Churchill, quien hizo gala de una elocuencia envidiable, la besó en 1912.
Pero llegar a la “Piedra de la Elocuencia” -como la llaman ahora- no es sencillo. Para alcanzarla hay que subir 127 escalones y realizar extrañas posturas sobre dos barras de hierro para sujetarse y no caer al vacío mientras se intenta besarla. Antes, la hazaña era mucho más peligrosa. Aquel que deseaba besarla debía atarse los tobillos y colgarse de espaldas, cabeza abajo, a lo largo de la muralla, a una altura de 29 metros.
Carlos III. Una piedra con poderes sobrenaturales y un robo insólito: la historia de la tradición más curiosa en la coronación
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